jueves, 27 de diciembre de 2007

El músculo inanimado.

Es un noche como ésta la que me hace recordar que en alguna parte de este cuerpo, hay un músculo medio muerto, que agoniza, y que llaman corazón.
Es un músculo medio muerto... que late y que dicen que tiene sentimientos.
Recuerdo esa clase de fisiología en la cual el profesor ironizó tanto respecto a la existencia de este "músculo" inanimado, incapaz de asociarse científicamente con aquello que llamamos "sentimientos". Recuerdo que también nos pidió que trajéramos un corazón de vaca y que lo abriéramos, que ese laboratorio, pese a que no representaba la realidad, nos iba a quitar el mito de que el músculo sentimental era el maldito corazón.
Ese día está fresco en mi mente; mi profesor nos sorprendió con una visita a la morgue, algo que nadie se esperaba, y nosotros, con nuestro corazón de vaca en mano, nos aprontábamos a vivir lo que casi siempre evitamos: enfrentarnos con la realidad.
Creo que antes nunca tuve un acercamiento tan crudo a la realidad, como lo fue ese día: mi profesor, con el asistente de la morgue, el bisturí en su mano, la disección y el desmayo de una compañera, que los segundos en el reloj blanco de la pared fueran tan eternos... el crujir de algo parecido a un hueso, y que segundos más tarde, una masa media rojiza apareciera en las manos del asistente, la sonrisa diabólica de mi profesor y su satisfacción al lograr arrancarnos una mueca de asco mezclada con incertidumbre; ¿para qué hacernos presenciar la autopsia (de un muerto), si ya no tenían sentido todas sus palabras respecto al corazón? La teoría del profesor era demasiado absoluta, pues era lógico y obvio que un muerto jamás tendría el corazón latiendo!
Después de dejarlo en la charola de aluminio, el profesor dijo (y nunca supe si era cierto o no): "El finado murió de amor. Se lanzó al río para acabar su vida porque lo habían abandonado." Si era un chiste, nadie se rió, pues ninguno de los presentes estaba pensando el la "C.D.M" (o la C.O.D., como dicen en las series forenses gringas), sino que todas las miradas estaban fijas en el tórax abierto de par en par, manchado, con ese espacio negro...
Yo observé los papeles que reposaban sobre una mesa contigua; mi sorpresa era que no era un N.N. como imaginaba, sino un ciudadano cualquiera, con carnet y todo, encontrado en el río esta madrugada. Pero en ninguna parte aparecían los escabrosos detalles de los cuales hablaba el profesor.
Iba a increparlo (como siempre), cuando él nos llama a otro mesón. El olor a asepsia estaba mareándome, y me mareaba aún más con el sonsonete de la voz del profe, disectando al pobre corazón, mientras repetía: "Este músculo es incapaz de sentir; sólo late, para entregar sangre. Inyecta vida, solamente eso... ¡bombea vida! ¡Esta masa no puede albergar sentimientos!"
Años más tarde, llegué a esta convicción: efectivamente el corazón no siente.
Y no por esa ridícula mañana... sino porque no se muere de amor. El corazón nunca ha dejado de latir por falta de sentimiento.
Quizás el profe quería meternos la idea en la cabeza que los músculos no sienten. Y esa vez lo logró. Aunque jamás se vio al músculo desangrarse, y no estaba desangrado mientras lo asesinaban a bisturazos. Porque quizás él no quería convencerse de lo que pregonaba-
que el corazón efectivamente era un músculo capaz de "sentir"...
... y que el otro músculo que siente es el estómago. El único que nos traiciona siempre con los sentimientos.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Despierto de un sueño contigo.

Es la sensación más dulce que he tenido jamás en mi vida. Despertarme una mañana y no sentir ese frío polar que suele acompañarme. Esa soledad que suele inundarme.
Y resulta que esa mañana, al abrir mis ojos, un suave color claro, tibio y abrasador me invita a no moverme. Porque nunca antes supe lo que era despertar a tu lado ni al lado de nadie. Nunca antes había disfrutado tanto un amanecer en compañía como aquella mañana, ni que todos los aromas a flores que suelen entrar por la ventana fueran tan tenues al lado de tu aroma, aquel que reconocería entre multitudes...
Al estirar mi brazo encuentro ese lugar donde mil veces me refugié de todo y de todos, tu pecho; el único lugar donde yo soy yo, donde mis miedos son una broma y donde encuentro la paz que aquí afuera no existe. Tu pecho se mueve y ahí te encuentro, mirándome; tu expresión es tan cómica y a la vez la mía es igual, te ríes y yo junto contigo y se me olvida qué hay que hacer, cuando lo único que se me ocurre es lo mismo que se te ocurre a ti. Nos miramos y sin decir nada yo te alcanzo, porque tengo ganas de hacer nada más que el amor contigo, mi única expresión genuina de todo lo que siento por ti...
Mientras me aferro a ti, me susurras cosas al oído; ese vahido nauseoso me inunda y no tengo idea dónde estamos, ni quiénes éramos, ni en qué punto terminan tu cuerpo y el mío...
... Hasta que aterrizo en esta cama, tan violenta y suave a la vez.

domingo, 16 de diciembre de 2007

El perdón que no llega.

He imaginado este viaje cientos de veces. La carretera y yo, rumbo al sur, ese rumbo conocido y desconocido a la vez. Ese viaje que no sabes para qué serviría, pero igual quieres hacerlo.
Sabes hacia dónde te conduce, pero no sabes si te traerá de regreso, con lo que quieres.
O lo que no.
He soñado cientos de veces con esperarte frente a tu casa, mirando aquella casa que conocí cuando fui al sur hace años atrás, y que conocí pese a tus complejos y pudores; allí donde me senté en el living como lo hice en todas las casas que he conocido en mi vida, como si antes ya hubiera estado ahí...
Sin embargo, tú no me creíste. Yo pude hacerme partícipe de tus cosas, mas tú nunca de las mías.
En este viaje, buscaría esa dirección con desesperación: Carlos Ibáñez 1063, sin la emoción de sorprenderte como hace 10 años lo hice. La buscaría con el temor de estar haciendo algo ridículo y estúpido, y que tal vez debiera devolverme para evitar una catástrofe; mi propia catástrofe.
Porque no tengo idea de qué podrías decirme.
Ni cómo me recibirías. Como una psycho en la puerta de tu casa, ¿qué más puedo esperarme?
Pero esa visita la he imaginado con suerte 400 veces. Yo, frente a tu casa, viendote llegar y yo, acercándome.
El resto es una sucesión de imágenes. Todas distintas, dependiendo de qué me imagine.
Se me olvidaba decir que eras amiga mía... Y que eso hace muy distintas las cosas.
Partiendo porque, no tendría por qué ir a buscarte. Me debes una disculpa que pudo cambiar las cosas.
Me debes tiempo de mi vida que no siento devuelto.
Disculpa si soy tan directa, es que así lo siento.
Cada vez que voy a la universidad, recuerdo mis últimos meses ahí, hechos un infierno, gracias a ti... durante años esa sensación empañó mi relación con la universidad y con mi carrera, que tanto adoro.
Ya me reconcilié. El día que dejé escapar toda esta ira y el dolor de la traición. Me acusaste de haber traicionado tus sentimientos, y resulta que todavía tengo ganas de perdonarte, pese a lo que pasó. No tendría por qué hacerlo.
Y sigo imaginando esa visita que a ratos quiero hacer, pero estas mismas cavilaciones me hacen renegar y olvidar esta loca empresa que me he inventado.
Pensar qué cosa pueda pasarme por buscar algo que nunca obtendré. Algo que nunca podré entregar.
Dios perdona... yo no.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Rompe la inercia.

Después de cruzar la puerta, siempre supe qué me esperaba: la desidia máxima, aunque ya lo vaticinaste tanto tiempo, que sin ti mi vida no tendría sentido alguno, que tú estabas hecho para mí y que yo me farrearía el no estar contigo, y que yo era sólo quien perdía.

Pero, sin embargo, me volteé para mirar por última vez hacia atrás, como para dejar atrás todo lo vivido hasta ese entonces, convencida que era lo que deseaba, pero con un dejo de inquietud de que él tuviera razón en sus dichos.

Todo había empezado como siempre en nosotros. La eterna disputa del sí y no, que “porque yo quiero tienes que hacerlo”, que lo natural aquí debía ser imperativo cuando él quería y no cuando yo deseaba, fue lo que terminó haciendo el “clic” definitivo. Ya no tenía miedo en dejarlo, ahora que sabía a ciencia cierta que todo el gran amor que sentía alguna vez, por alguna razón, se había esfumado.

Me gritó violento, desde la cama que habíamos compartido minutos atrás, que si cruzaba la puerta de ese cuarto, no volvería a saber nada más de él. Yo tenía la garganta apretada; yo sí lo amé, con un sentimiento puro, que él ensució con su deseo imperativo y obsesivo… nunca confió lo suficiente en mí como para alejarme de mis amigos; yo quería un hombre y no otro padre, cosa que no entendió jamás. Hasta para insultarme fue imperativo: no volvería a saber nunca nada de él. Y aunque parte de mí no quería eso, crucé la puerta arriesgándome a todo… me arriesgué a vivir tranquila…

Me tuve que aguantar las ganas de llorar. Sabía que perdía lo que creía amor, las promesas de amor eterno y todo eso; pero ya había estado lo suficientemente oprimida para seguir estándolo al lado del hombre que me prometía un amor opresor. Yo amaba mi libertad…

Miré la ventana del cuarto desde la calle. Vi su silueta escondida tras la cortina. Tuve ganas de volver a sus brazos… pero una extraña fuerza me impulsó hacia mi automóvil, y salí arrancando, sin antes mirar nuevamente a la ventana. Supe que no me creía capaz de desobedecerlo hasta ese momento. En ese instante, era más yo que nunca. Y él… ya no era más él.

Verano del 2006.